Cuando don José introdujo la moneda de 50 céntimos en la máquina de café, se dio cuenta que hacía más de una hora que esperaba su turno para ser atendido en Urgencias del Hospital de Terrassa. Volvió a repetirse a sí mismo que no podía olvidarse de pedir el justificante para el trabajo cuando acabaran de atenderle.
Pepita Sevilla, la responsable de personal se había encargado de recordárselo cuando aquella mañana, antes de tomarse su tiempo de desayuno a las diez en punto, salió descompuesto del lavabo, y con una palidez de pre-muerto, aunque con la misma parsimonia en el andar de siempre, dijo:
– Pepita, no me encuentro bien, me voy al médico.
– Me podías haber avisado – respondió ella con la atención centrada en el saca-grapas.
– No – dijo don José – me voy a urgencias, no puedo esperar, no sé qué me pasa.
Pepita Sevilla acabó de quitar la grapa que unía un expediente.
– ¿Cuántas veces tengo que decir que no me grapéis los expedientes? Vale don José, recuerde pedir el justificante en el hospital.
Quizá el café turbio remataría su malestar haciéndole vomitar lo suficiente para llamar la atención de la enfermera, una joven de piernas cortas que paseaba su mirada por la sala cada vez que llamaba a un paciente como si todo aquello no fuera con ella. Cada uno de nosotros somos un mundo desconocido e inaccesible, pensó don José, avistando todas aquellas cabezas dóciles desde el mirador que le proporcionaba su posición con el hombro recostado en la máquina. Cerró los ojos para no ver.
Un golpe en la rodilla le despertó. Una niña escurridiza y despeinada le miraba con ojillos insolentes desde el otro lado de la máquina. Oyó su nombre y alzó la vista. La enfermera piernas cortas desaparecía por la puerta y él se apresuró.
– No sé qué decirle, parece que el dolor se ha esfumado durante la espera…, ahora mismo me siento bien, muy bien – don José, incómodo y un tanto sorprendido por la ligereza que sentía, recordó que tenía que pedir el justificante.
Entraron en la sala dónde un doctor de bata verde y cráneo ahuevado, que parecía recién salido de la sala de despiece de un matadero, con esos enormes zuecos que solamente se ven en los hospitales y alguna clínicas veterinarias, salpicados de sangre fresca, le señaló a José una camilla donde debía tumbarse.
– ¿Qué le pasa?
– La verdad es que ya me encuentro mejor, pero estando en el trabajo, comencé a sentir dolor en la barriga, algo así como si me estuvieran apretando por dentro, como si un puño me agarrase las vísceras. Fui al lavabo, pensando que me aliviaría, que sería un retortijón, pero al bajarme los calzoncillos vi que había una manchita de sangre.
– Déjeme ver esa manchita – dijo el médico señalándole hacia la bragueta del pantalón.
José se desabrochó el cinturón, luego desabotonó el pantalón, se lo bajó hasta las rodillas, y paró mirando de reojo a la enfermera piernas cortas.
– Siga, siga, el calzoncillo también, insistió el médico.
José le enseñó la que ya se había convertido en una gran mancha de sangre.
El doctor fue palpando la zona lumbar del paciente, comprobó si tenía fiebre, que fue que no, le preguntó si había sentido molestias al orinar, que tampoco, o dolor de riñones. Fue descartando los síntomas que presentaría la existencia de alguna piedra en el riñón o en los conductos urinarios. Encargó análisis de sangre y de orina, practicaron una radiografía y una resonancia magnética. Tras dos horas y media más de espera, con la idea en la mente de no olvidar el justificante para el trabajo, José pasó el rato entrando y saliendo de los brazos de Morfeo en los incómodos bancos de madera del Hospital de Terrassa, cuando oyó su nombre por megafonía para que se presentara en la consulta número nueve.
En el momento que José entró, el doctor aún tecleaba su informe en el ordenador, esperó a que terminase, a que lo imprimiese y se preparó a escuchar el diagnóstico.
– Don José – dijo el médico – no tiene usted nada grave, de hecho está usted en perfecto estado de salud. Tanto los análisis como las pruebas diagnósticas nos muestran que está usted hecho un toro.
– ¿Y por qué sangro? ¿A qué se debe? – preguntó don José.
– No sé como decírselo – respondió el médico – llevo más de treinta años ejerciendo la medicina y nunca había visto algo así. Es más, creo que representa usted un caso único en el mundo y debería ser digno de estudio.
– No lo entiendo doctor, ¿qué tengo?
– Se lo diré de forma que me entienda. Tiene usted la regla, ha menstruado. Siento la franqueza, pero no lo puedo decir más claramente don José. Ha tenido usted la regla y la seguirá teniendo hasta que su cuerpo expulse los óvulos que tiene almacenados.
Don José se levantó, recogió su chaqueta, se la puso y con paso lento, arrastró sus pies hasta el mostrador de recepción del Hospital. Mientras esperaba a que se lo hicieran, a su lado, apoyando el bastón en el mostrador, un hombre que aparentaba su misma edad le mostraba la tarjeta sanitaria a la otra recepcionista mientras le decía que no se encontraba bien, que tenía cierto malestar en el cuerpo y que sobre todo, lo que le había llevado a urgencias, era que había comenzado a sangrar por abajo.