Debido al cambio horario desperté antes de que sonara la alarma del móvil. Busqué el interruptor de la lamparita pero no lo encontré. Mis dedos palpaban la mesita de noche y sólo rasgaban el vacío, como si más allá de la cama se extendiera el espacio infinito. Metí la mano debajo de la almohada buscando el teléfono para mirar la hora en la pantalla pero tampoco estaba allí.
Durante esos segundos brumosos del despertar en que nos cuesta diferenciar el mundo real del mundo de los sueños del que acabamos de salir, llegué a pensar que la cama en que había dormido no era la mía. Me estaba hundiendo en un colchón blando cuando el mío era de duro viscolatex y la pesada manta que me arropaba no tenía nada que ver con la ligera colcha que me cubría estos días de otoño tan veraniego que estábamos disfrutando.
Aparté la manta y con cierto sobresalto puse los pies en el suelo dispuesto al ir al baño que tengo en la misma habitación, averiguar que hora era y dilucidar que era lo que estaba pasando. Pero donde creía que estaba la puerta del lavabo toqué una pared. Con cierto alivio descubrí luz por la rendija de la puerta de la habitación y supuse que mi madre ya debía estar rondando por la cocina preparando esas tostadas con ajo y aceite que tanto me gustaban desde que me acostumbró a ello mi abuela, la madre de mi padre que en paz descansen los dos.
Con tranquilo nerviosismo salí de la habitación a oscuras para bajar hacia la cocina, lugar que parecía ser el único de la casa que estaba iluminado. Tanteé el primer tramo de seis escalones pues no tenía ni la seguridad ni la visibilidad para mostrar más confianza. El segundo tramo de cinco ya sí recibía la tenue luz de la cocina directamente y los bajé más confiado. Los cuatro últimos estaban completamente iluminados, lo cual me hizo descartar que lo que vi tras descender esos diecisiete escalones fuera un sueño.
No era mi madre la que trajinaba los cacharros de la cocina y me estaba preparando el desayuno esa mañana. Envuelta en el vapor de la cafetera y del cocido que bullía en la olla, y todavía con la aceitera en la mano, reconocí a la mujer cuya foto en sepia había estado siempre en la mesa del despacho de mi padre, mi abuela, que en ese momento me estaba preguntando si había cambiado ya la hora, que no me pasara como en primavera cuando hubo que adelantarla y luego llegué el lunes tarde al trabajo.
¿Qué significaba todo ésto? Mi abuela había muerto hacía años y la estaba viendo, y la oía hablar. Olía el café que preparaba y con las manos le acaricié el pelo y la cara, y el sabor de las tostadas con ajo y aceite lo resaltaba como sólo ella sabía hacerlo con un puntito de pimentón rojo dulce.
Cuando en primavera olvidé adelantar el reloj y llegué tarde al trabajo me dolió en el alma que me descontaran esa hora en la nómina. Pero el despiste que tuve retrasando el reloj sesenta años en vez de sesenta minutos, como que no me iba a importar mucho. Como tampoco me iba a importar tener que esperarme a marzo para volver a adelantar el reloj en el próximo cambio horario.
(Dedicado a Dolors Albariñas Aranda, sin cuya colaboración éste cuento no habría sido posible.)